Lunes 1 de agosto de
2022
Llegamos a Altea el viernes a última hora de la tarde. Pese
a los augures, no hubo problemas de tránsito. Descargamos el coche y pusimos
algo de orden en las casas. Yo sustituí mi plato para vinilos y mi reproductor
de cds por otros menos antiguos y de mejor calidad. También instalé una radio
nueva que conecté al amplificador, el único elemento de la cadena antigua que
mantuve. No funcionó nada. En absoluto. Todo regalado con la mejor voluntad por
Alberto, por si sirve el dato. Como sudaba como un pollo de granja intensiva,
lo dejé estar para el día siguiente y, resignado, tuve que cocinar conectado a
Spotify.
Por la noche, después de cenar, agradecí que hubiera cucarachas
en la casa de al lado (tengo dos casas porque no soporto la compañía). Creo que
maté unas seis o siete. Soy animalero -que no animalista- y no mato ni a los mosquitos. Para eso cuento
con las salamanquesas a las que dejo encendida la luz toda la noche para que
cacen. Pero las cucarachas son odiosas. Me gusta salir de expedición cinegética
y sentir esa sensación primitiva de acecho, asedio y ejecución. Las cucarachas
son listas, valientes, veloces y flexibles. Pero yo me pertrecho de flit y
zapatilla y no soy menos arrojado. De manera que camino en silencio, descalzo,
a pasitos cortos como las salamanquesas, y voy encendiendo y apagando las luces
de la casa a medida que avanzo. Y cuando tengo una a tiro le atizo un
zapatillazo. Si por una de esas escapa, la rocío de insecticida y veo como huye
borracha hasta que se detiene agonizante. Las cucarachas agonizan mucho, quiero
decir que tras el zapatillazo, el veneno o ambas cosas, todavía mueven sus
patitas y sus antenas durante horas. Deben sufrir horrores. Y yo las dejo
sufrir.
El sábado compramos una mesita para la piscina, una macetita
y encargamos un par de tumbonas con loneta a rayas de esas que salen en “Muerte
en Venecia”. Después, me puse a podar,
me clavé varias espinas que se me infectaron y sudé como un pollo de granja
intensiva.
Por la noche no cacé cucarachas, porque la peluquera de mi
suegra -que es una cortarrollos- le dijo que hay un método mucho más eficaz,
inocuo y que las mata sin intervención
humana. Se trata de un líquido que les apetece mucho. Dejas caer algunas
gotitas en los lugares que frecuentan y se lo llevan solidarias a su nido,
donde envenenan al resto de la colonia. Una sola gotita puede acabar con
cincuenta cucarachas. Y va y funciona. Se acabó la diversión. Por cierto, las
cucarachas en portugués se llaman baratas.
Me encanta el portugués.
El domingo limpié un par de lámparas, pinte algún
desconchado, colgué la hamaca e hice un crucigrama. Y cogí otitis.
Por las noches me acuesto muy cansado y me cuesta
concentrarme en la lectura. Releo ejemplares del “Reader’s Digest”. Ahora estoy
con uno de octubre de 1961. Me divierte ver que no acertaron ni una. Pero, sin
embargo, la publicidad era muy moderna en sus formas y arriesgada en sus
contenidos. Acabo de disfrutar de un anuncio en el que dos tipos vestidos de
smoking dejan a sus esposas en segundo plano, detrás de una cortina y
desenfocadas, mientras comentan: “Ahora es el momento de fumar un Camel”.
Debajo, un lema: “El mejor tabaco hace… la mejor fumada”. Magnífico.
Esta mañana, harto de sudar, me he cortado el pelo al cero
coma cinco. Ibrad, mi peluquero -a quien todo el mundo conoce por Dani porque
heredó la peluquería con ese nombre- me ha cobrado siete euros por aliviarme el
moño y repasarme las cejas. Dice que igual se coge vacaciones en enero, porque
le duelen el cuello y los brazos.
Tras ingentes trabajos manuales, me he pegado un baño.
Todavía no le he quitado las etiquetas al bañador nuevo. Que cada uno concluya.
He retomado la lectura de “Una historia de las imágenes” de
David Hockney y Martin Gayford. Lo estoy gozando. Hay reproducciones tan bellas
que me asfixian. Me han inspirado tanto que creo que voy a intentar utilizar el
pantógrafo del XIX que tengo arrumbado en las estanterías.
He oído en la radio que el gobierno quiere calificar a los
animales como “sintientes”. No puedo estar más de acuerdo, excepto con las baratas. Lo que me choca es que van a
prohibir los espectáculos circenses con animales, pero no las corridas de toros
ni las fiestas populares en las que los paletos torturan sin cuento. Yo, si
pudiera, cambiaría mis hábitos cinegéticos y les pegaría zapatillazos y
envenenaría a los paletos antes que a las cucarachas. Y, si no se muriesen de
golpe, los dejaría sufrir. Mucho.
Martes 2 de agosto
Ayer, al atardecer, regué el jardín. Si tienes más de cinco
metros de manguera es que eres rico. Vi libélulas.
Después restauré el viejo tocadiscos y escuché música
clásica: Bowie y el “Rock n’ Roll Animal” de Lou Reed. Y, hablando de animales,
vuelan por aquí unos pájaros medianos con el pecho rojo y cresta. Son muy
bonitos. Por lo que me cuentan mis compueblerinos, son una especie tropical e
invasiva. También las cucarachas grandes y agresivas llegaron de América. Las
de aquí eran pequeñitas, negras y hasta bonitas. En mi casa no hubo cucarachas
hasta que llegaron los vecinos. Los vecinos también son invasivos. Los seres
humanos se dividen en personas y vecinos. Con los vecinos pesados hay que ser
inclemente.
No me gusta la Coca-Cola. Me da angustia. No creo haberme
bebido más de cinco o seis en toda mi vida, y tres de ellas, con ron.
Hoy han llegado mi madre y mi padre. Mi madre quiere pasear
por lugares que ya no existen y saludar a personas que han muerto.
No me he cambiado de ropa desde que llegué.
Me he bañado desnudo en la piscina. Mi madre me ha visto el
culo y se lo ha comentado a mi padre.
-
Le he visto el culo a Antonio.
-
¿Y cuál es el problema? -le ha contestado mi
padre-. Se lo limpiabas cuando era pequeñito.
-
Pues a ver si se da la vuelta y veo si le ha crecido
lo otro.
Miércoles 3
Es como cuando en el colegio te obligaban a copiar cien
veces la falta que habías cometido. Así es lo que vivo con mi madre todo el
rato, sin parar, incluso ahora mientras escribo. Además mi madre, como yo
cuando me castigaban, lo hace de mal humor. De muy mal humor. Es como la mal
denominada “Tortura de la gota malaya” (en realidad, era una bota). Infinitas
gotas, una tras otra. Bucles sinfín.
1-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
2-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
3-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
4-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
5-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
6-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
7-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
8-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
9-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
10- ¿Qué
hago ahora?
Nada, mamá.
1-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
2-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
3-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
4-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
5-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
6-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
7-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
8-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
9-
¿Y mis gafas?
En tu habitación, mamá.
10- ¿Y
mis gafas?
En tu habitación, mamá.
1-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
2-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
3-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
4-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
5-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
6-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
7-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
8-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
9-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
10- ¿Qué
hago ahora?
Nada, mamá.
1-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
2-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
3-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
4-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
5-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
6-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
7-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
8-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
9-
Me voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
10- Me
voy a hacer la cena.
Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la
tarde. Hay tiempo.
1-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
2-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
3-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
4-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
5-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
6-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
7-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
8-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
9-
¿Qué hago ahora?
Nada, mamá.
10- ¿Qué
hago ahora?
Nada, mamá.
Y así hasta los confines del universo.
A mi madre nadie le explicó que a veces no pasa nada por no
hacer nada. La pobre no ha parado nunca y no sabe cómo hacerlo. Tampoco ahora
está bien vista la inactividad. Incluso en los momentos de ocio no conviene estar
quieto porque queda mal. Hay que bailar swing, petardear en moto de agua o
salir en pandilla a caminar hasta Santiago de Compostela. Los que petardean en
moto de agua son muy hijos de puta. Los que petardean en moto de agua son los
más hijos de puta.
Todo sea por no estar quieto y no leer, no vaya a ser que
aprendan algo y se debiliten.
A mí, como decía Berlanga, el ocio no me deprime. Me cuesta
rascarme la huevera a dos manos, pero tampoco me siento demasiado culpable
cuando lo hago.
No nos traen las tumbonas de loneta. Debí sospechar del
nombre de la empresa de reparto: TimoSA.
Jueves 4
-
¿Qué harás mañana?
-
Estar aquí.
-
¿Qué harás mañana?
-
Descansar.
-
¿Qué harás mañana?
-
Seguir de vacaciones.
-
¿Estás de vacaciones?
-
Sí.
-
¿Cómo ha quedado el Castellón?
-
Creo que ha ganado.
Mi padre sale a pasear y Ana hace la compra. Y mi madre y yo
hablamos. Es fácil abstraerse porque son conversaciones sencillas. Así que por
las mañanas, como no puedo dejarla sola, leo mucho. En tres días me he
ventilado doscientas quince páginas del libro de Hockney. También es verdad que
trae muchas estampitas. Es un bonito libro, como dejé escrito por ahí arriba.
No puedo cocinar con sal ni con azúcar ni con grasa de
ningún tipo, incluido el aceite. No es fácil, pero mis padres comen como si no
hubiera un mañana. Se ve que les gusta. En Valencia comen muy poco y no varían
el régimen. Aquí me las ingenio para que el pescado blanco y las verduritas no
queden demasiado sosos. Es triste. No sé porqué pienso que es comida de belgas.
Igual los belgas comen muy bien, pero yo relaciono Bélgica con la verdura
hervida y con cadáveres enterrados en los sótanos.
-
¿Cuándo salimos a cenar?
-
Mañana por la noche.
-
¿Y cuándo vamos a ver a la tía Carmen?
-
Un día de estos.
-
¿Cuándo salimos a cenar?
-
Un día de estos.
-
¿Y cuándo vamos a ver a la tía Carmen?
-
Creo que el Castellón.
A veces me lío con tanta letanía.
Por las noches me baño en la piscina antes de acostarme.
Proyecto sombras chinescas sobre las teselas y mi pene parece enorme. Y en
estas me entretengo. La sal de mi vida.
Finalmente, han traído las tumbonas. He tenido que
montarlas. Mi madre se ha empeñado en dirigir la maniobra. Me ha vuelto loco.
Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me
ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco.
No conozco a ningún belga.
Viernes 5
Acabo de recordarlo. No sé cómo lo había olvidado. Sí que
conozco a un belga. Es neonazi. Es el dueño de un restaurante con vistas a la
bahía. Hacía por encargo un cous-cous
exquisito. Tuve que elegir entre tratar con un gordo, gilipollas y rapado, que
nunca se adaptó a la mediterraneidad -aun habiendo estudiado aquí la EGB- y su cous-cous ultradivino. Me vencieron el
estómago y las papilas. Llevé por ahí a todos mis amigos que alabaron la
magnificencia del cordero y la sémola. Hasta que un buen día, en buena compañía
y a punto de servir la mesa, el belga antisemita (hay que tener el cerebro de
una nuez para ser racista siendo belga) va y me suelta:
-
¿Usted sabe cómo se come esto?
Le contesté que metiéndomelo en la boca, masticando y
tragándomelo. Le puse la cruz. No he vuelto por ahí. Puto nazi. Seguro que
tiene una moto de agua.
Mi padre se traga todos los malos humores de mi madre. Es el
blanco injusto de sus diatribas. Él la adora y quizás la sobreproteja, pero no
se puede dejar sola a alguien que no puede bajar un escalón, por poco alto que
sea.
A Ana no le dice nada. No es de su familia directa y le
puede su educación afrancesada.
Conmigo se rebota y yo aguanto con paciencia. Pero a veces
me gana el zodiaco, emerge el escorpión y le largo una retahíla de reproches al
más puro estilo Haddock. Y, ya me sabe mal, pero funciona.
-
¿Hoy qué es, martes?
-
No, viernes.
-
¿Hoy qué cenamos?
-
Por ahí, con la familia.
-
¿Con la tía Carmen?
-
No, con el Castellón.
He cocinado pimientos rellenos de arroz, sin sofrito, algo
especiados, poco más. Somos cuatro y uno de los pimientos se me ha deshecho en
el horno. Se lo he comentado a mi padre que pasaba por la cocina y me ha dicho
que le ponga el más bonito a mi madre.
Hergé, Uderzo y Gosciny eran belgas, creo.
Sábado 6
Las vidas de María Pura
Mi madre vive dos vidas que se entrelazan a su capricho: una
basada en hechos reales, pasados o presentes, y otra fabulada. Todos los días,
por ejemplo, quiere pasear hasta el cenador. Donde estuvo el camino hasta el
cenador hay ahora una tapia y, detrás, los vecinos. Apenas quedan dos
escaloncitos y un par de metros de suelo empedrado que se tropiezan de golpe
con el muro. El paseo era muy bonito, rodeado de adelfas blancas y rosas,
árboles frutales y naranjos. A mitad camino, hacíamos un alto en una pequeña
glorieta circular, con bancos de obra a un lado y a otro, y nos sentábamos bajo
la sombra de un enorme nisperero. A la glorietita la llamábamos el nisperero
por metonimia. Si te colocabas en el centro del exacto del círculo -marcado en
el suelo por un asbesto pulido- y pegabas un grito, se producía un eco que
reverberaba dentro del cráneo. Después, proseguíamos hasta el cenador, otra
bancada adornada con azulejos de aguas que rodeaba una pequeña mesa, también de
obra. Cenar en el cenador no era cómodo. Bastaba con un par de platos para que
no cupiese nada más sobre la mesita. Además, no había luz y las luciérnagas,
aunque hacían lo que podían, no iluminaban lo suficiente, por lo que teníamos
que pertrecharnos de linternas y velas. Al poco, nos rodeaba una nube de
insectos de todos los tamaños y colores a los que parecía gustarles tanto la
luz como el chopped. Mi madre quiere ir al cenador y no entiende por qué hemos
levantado un muro.
A mi tío Ramón le gustaba dormir la siesta a la sombra del
nisperero. Mi tío Ramón, hermano de mi abuela, se dejaba crecer el pelo de un
lado para peinárselo de un parietal a otro y taparse la calva. También se lo
teñía con agua oxigenada, logrando un hermosísimo brillo iridiscente. No creo
que mi tío, que era oculista, se engañase del todo con esta ilusión óptica. Por
lo menos a los demás no nos la daba con queso. Un día se le despeinó una
guedeja y mi hermana tiró de ella diciéndole: “Tío, tienes un hilo en la
cabeza”.
Mi tío intentaba dormir la siesta y los niños no parábamos
de fastidiarle: “Tío, tío, tío, líanos un cigarrito, tío, tío, tío”. “¿Si os
lío un cigarrito me dejaréis en paz?”. “Sí, tío”. Y entonces, sacaba el librillo de Smoking y nos rulaba a cada
uno un finísimo cigarrito sin tabaco, nos lo acercaba a los labios y los
encendía con su mechero. Aquello, por muchas pipadas que le dábamos, no tiraba
y se consumía solo. Ojalá nos los hubiera rellenado con algo de tabaco, porque
mata más el alquitrán que la nicotina y, por lo menos, hubiéramos podido exhalar
alguna voluta. Si no lo dejábamos en paz, jugábamos a los perros. Mi hermano,
mi hermana y yo éramos sus mascotas y teníamos que obedecerle a cuatro patas.
Mi hermana se llamaba Juno, mi hermano Saturno y yo Plutón. Y nos mandaba a
correr por el campo a cazar pajaritos. Muy listo, el tío Ramón.
DE NUEVO
Quim Monzó
“En cuanto acaba el libro y lo cierra ya lo ha olvidado por
completo. De modo que observa un instante la cubierta, con curiosidad, y acto
seguido busca la primera página y empieza a leerlo”
Mi madre se ha leído el mismo periódico tres veces. Para
ella las noticias son siempre nuevas.
No me dejan. Mañana sigo. Estoy agostado.
Domingo 7
-
¿Me he tomado la pastilla de la memoria?
-
Sí mamá.
Cómo me gusta el silencio.
Las vidas de María Pura 2
Mi madre, como dije ayer, basa su vida en hechos reales,
actuales o pasados, y en otros de ficción. Entre los ficticios le ha dado por pensar
que en Valencia lleva una vida muy distinta a la de aquí (esto, claro, cuando
sabe dónde está). Allí, en Valencia, no para. Allí, además de las tareas del
hogar, que incluyen arriesgadísimos equilibrios sobre la escalera para cambiar
las bombillas, tiene una agenda muy apretada. Más allá de las visitas al médico
-al que va a mandar a paseo porque no le convence esta dieta sin anacardos- no
para de asistir a recepciones y otros saraos de diversa índole, siempre en
compañía de sus amigas Rosita y Maruja que, por lo que yo recuerdo, andan con
la cadera craquelada. Si fuese así, no me perdería ni uno de sus guateques.
El otro día soñé que un ratón telépata me convenció de que no
era un ratón cualquiera, sino la reencarnación de Sidney Poitier. Desconfié de
él pero, finalmente, le dejé subir a mi brazo y me mordió en el bíceps, el muy
cabrón. Anoche había un ratoncito en la puerta de la terraza, a dos palmos de
mi cama. Nos miramos durante unos segundos y se largó. Adiós Sidney Poitier. Transmuta
mejor en el futuro, si Buda te lo permite.
-
¿Me he tomado la pastilla de la memoria?
-
Sí mamá.
Lunes 8
Mi padre nos prohibió comer chicles. Decía que masticar
chicle era una americanada de muy mala educación. Yo le cogí manía a los
chicles, sobre todo al ruido que hace la gente al masticarlos. Ahora mi padre
le compra chicles a mi madre y mi madre acompasa ese ruido tan desagradable con
su constante letanía. (No encuentro una onomatopeya que reproduzca ese sonido
tan molesto).
-
¿Qué hago? (Mastica)
-
Nada.
-
¿Puedo bañarme en la piscina? (Mastica)
-
Es peligroso mamá.
-
¿Qué vas a hacer? (Mastica)
-
Estar aquí, contigo.
-
¿Dónde está tu padre? (Mastica)
-
Se ha ido a comprar el periódico.
-
¿En invierno venís mucho? (Mastica)
-
Sí, siempre que podemos.
-
A ver si podemos venir en invierno un día,
aunque sea para ir y volver.
Y así, con bifurcaciones y meandros, desde que se levanta
hasta que se acuesta. A machamartillo.
El tren es blanco cuando viene desde la derecha y negro
cuando viene desde la izquierda.
-
¿Vamos al nisperero?
-
Ya no está. Todo está muy cambiado.
-
¿Qué vas a hacer esta mañana?
-
Estar contigo.
-
¿Y Ana qué hace? Vete con ella. Yo puedo quedarme
sola.
-
Prefiero quedarme aquí, contigo.
-
Qué bonito está todo.
-
Sí.
Y de golpe se enfada. Desorbita los ojos y hace aspavientos.
-
¡Es que no sirvo para nada!
Y se recuesta en la tumbona y se pega una cabezadita
extemporánea que yo aprovecho para escribir estas líneas. Mi madre y yo no
tenemos prisa. Su sueño es muy ligero y la despierta hasta el tictac de su
reloj de pulsera. Pero el rumor de la depuradora de la piscina la adormece de
nuevo. Todo pasa como en aquellos tiempos en los que las expectativas de vida
eran más cortas y en los que, sin embargo, todo transcurría a cámara lenta.
Esos tiempos en los que las moscas, en vez de zumbar, se detenían ingrávidas
sobre las cabezas. Aquellos tiempos en los que podías escuchar la novena del
tirón mientras te limpiabas las uñas con un mondadientes y observabas cómo un
perro se revolcaba sobre un cadáver.
Marieta, la amiga de mi amiga Lola, me contó que de mayor se
compraría un piso con mirador y mesa camilla en Zamora, “para verlas pasar”, me
dijo.
Apenas han pasado unos días y ya no soy capaz de abstraerme.
No me concentro. No leo y cuando escribo no tengo muy claro hacia dónde voy. La
murga constante de mi madre es más poderosa que el suero de la verdad. Creo que
me va a dar un ictus.
-
¿Tú crees que yo estoy loca?
-
No lo sé, pero a mí no me queda nada.
Para mí que el jamón y los piñones no pueden hacer daño a
nadie. Ni los anacardos.
Martes 9
Maruja, la amiga de mi madre, tiene una espléndida colección
de carteles de cine. Yo creo que el papel nunca ha llegado a considerarse un
soporte noble, como la piedra, la madera, el lienzo o el metal. Parece que se
deteriora con rapidez, dicen. Y arde a 457 grados Fharenheit (desconozco su
equivalencia en Celsius por culpa de Ray Bradbury). La información contenida en
un ordenador desaparece sin necesidad de arder. Para mí que el papel envejece
bien. Tengo libros del XVIII y el XIX en perfecto estado. Pero los contenedores
rebosan papel. Buena parte de los libros con los que convivo acabarán en un
contenedor. Lo sé. Cuando murieron sus padres, mi amigo Ramón seleccionó los
libros que le interesaban y me dijo que me llevase todos los que quisiera. Apenas cargué con unos cuantos, no tanto por
falta de interés como de espacio. Después, llamamos a un librero de lance. Se
llevó unos cincuenta por compromiso, aun consciente de que no les daría salida.
El resto quedaron condenados. Hace unas semanas hice limpieza de libros en
Valencia. Marqué los que tienen algún dibujo o dedicatoria de los escritores o
los artistas que los ilustraron. Hay algunos buenos dibujos en estos libros. Tengo
que hacer lo mismo aquí, en casa. No sé qué será de los carteles de Maruja. Mi
hermana me dice que quiere comprarlos el mayor coleccionista de carteles de
cine España. Hace años visité el Cine Martí, ya abandonado mucho tiempo atrás
por aquel entonces. Había material para montar un museo. Pero, a pesar de que
lo único que conservo de socialista -al menos según mis hijos- es la convicción
de que el patrimonio siempre estará mejor en un espacio público que en un
contenedor, empiezo a dudarlo. Ya no tengo fe ni en la capacidad redentora de
la cultura (sea lo que ésta sea). Siempre será mejor que los disfrute un tipo
que de verdad los valora que unos niños hiperazucarados de excursión con el
colegio o algunos abuelos impertinentes de viaje con el Imserso. Y si no, al
contenedor.
De momento han pasado por mi casa mi madre, mi padre, mi
hijo, mi hija, mi hermano, mi hermana, mi cuñada, mi cuñado, mi sobrino
Eduardo, mi sobrino Jorge, mi sobrina Paula, mi sobrino Enrique. También mi
amigo, el jardinero Roberto, y sus secuaces. Y Mari, que ha venido hoy a echar
una mano. Amenazan muchos otros de los que daré cuenta.
Esta mañana he quedado con Alberto, que ha tenido la
delicadeza de no entrar en casa. Hemos tomado un café y me he comprado una
jaula con nidos de arañas. Él, un cd de campanas tibetanas. No deja de
sorprenderme.
15:30 p.m
-
¡¡¡¡ANTONIOOOOO!!!!
-
¡Aaaaaayyyyyy! ¿Qué, qué?
-
¿Qué hago ahora?
-
¡Mamá! ¡Qué susto! Acababa de coger el sueño y
soñaba con bellas huríes.
-
¿Qué hago ahora?
-
Naaaada.
-
¿Fregar?
-
No.
-
¿Qué hago ahora?
-
Nada.
-
¿Y qué hago para cenar?
-
Ya la haré yo. Anda, vamos a la terraza.
Quiero mucho a mis hermanos.
-
(Mi madre a mi padre) Antonio, dame un chicle.
-
(Yo para mis adentros) Buf.
El silencio. Lo que más me gusta es el silencio. Y la
soledad.
-
(Mastica, mastica, mastica) Entonces, ¿qué hago
esta tarde?
-
Nada, mami. Además, estoy escribiendo. No pasa
nada por estar en silencio. Es bueno.
-
(A mi padre en voz baja) ¿Qué hacemos? ¿Damos un paseo? (Mastica, mastica, mastica).
-
No te oigo María Pura (mi padre anda algo
sordo).
-
Mamá, yo te oigo igual.
-
(A mi padre en voz baja y del mal humor) Ya me echaréis de menos cuando me muera. (Mastica,
mastica, mastica).
-
Mamá, que te oigo.
-
Pues no pienso hablar hasta la seis.
-
¿No te lo crees ni tú? ¿Qué apostamos?
-
Lo que quieras.
-
(A mi padre, que no se entera, en voz baja y
gesticulando, haciendo como que se cierra la boca con una cremallera) Yo ni mú. ¿Qué hago? (Mastica, mastica,
mastica).
-
Mira mamá, mejor nos vamos a dar un paseo.
Y ahora llega mi sobrino Jorge con un amigo. Y después, mi
hermana y mi sobrino Eduardo. Me voy a limpiar la jaula.
Miércoles 10
Mi padre tiene 88 años. Mi madre, 85. Paul McCartney cantaba
que uno era viejo a los 64. Ahora tiene 80 y es muy vieja. Es algo que le
ocurre a algunos hombres como Paul McCartney y Tàpies, que se hacen mayores y
se hacen viejas. Mis padres regresan esta tarde a Valencia. Nos hemos
organizado para que tengan compañía. Esta tarde regaré el jardín y me lavaré el
pelo, que ya ha crecido un poco.
-
A ver si podemos venir en invierno un día,
aunque sea para ir y volver. (Mastica)
Sobre las seis y media de la mañana empieza a amanecer y
cierro las puertas de la terraza. Me molesta que el sol me dé en la cara cuando
estoy en la cama. A esas horas hace fresquito y, sin embargo, me suda el
escroto. Sólo el escroto y sólo cuando me acuesto con un pantaloncito
concreto. Supongo que será por el tejido
del pantaloncito, que no por el del escroto.
Mi madre está de un humor de perros, sin un motivo preciso.
Por una cosa y por la contraria. Gesticula como si necesitase un exorcismo. Yo
creo que voy a escribir menos cuando se vaya, porque me habré quedado sin
excusa para escaquearme.
Mi abuela materna y mi abuelo paterno vivieron con mis
padres, mis hermanos y conmigo durante unos años. Era lo normal. Yo llevo ocho
días con mis padres, a los que adoro, en una casa enorme, y me quejo. Y encima
cuento con la ayuda de mis hermanos. La diferencia es que mi abuelito tendía a
lacónico y que a mi abuela era fácil hacerle la puñeta y echar unas risas. Y,
sobre todo, que era mi madre quien se encargaba de ellos. Y de todos los demás.
Hasta de sus amigos y de los nuestros. Siempre. Por eso ahora no soporta no
hacer nada, no tanto por necesidad como por educación, por costumbre y por sentido
de la obligación. Del mismo modo que no aguanta a mi padre pero no puede vivir
sin él.
-
¿Adónde ha ido tu padre?
-
A descansar un ratito.
-
¡Ya estamos! ¡A descansar! ¡Ya estamos! ¡Dile
que venga!
-
¿Para qué?
-
¡Uy! Pues para que esté aquí.
La movilidad de las piernas y de la cabeza de mi madre van
parejas. Cuando se despierta, bien sea por la mañana bien tras la breve siesta,
anda floja de remos y de entendimiento. Pero a medida que camina recupera un
poco de ambas funciones.
-
¿Qué hago ahora?
-
Nada mamá.
-
(Enfurruñada) ¡Pues qué bien! Ahora, cuando
vuelva a Valencia que nadie me pida que haga nada, que ahí no paro.
Duermo mal. Nunca duermo bien, ni invierno ni en verano. En
invierno sueño con las siestas que me pegaré en verano. Si no me dejan dormir
la siesta estoy potroso.
-
Si venís en invierno un día, aunque sea para ir
y volver, yo vengo.
-
Sí.
-
¿Y a los chicos les gusta venir?
-
Sí.
-
¿A quién le gusta más?
-
A los dos.
-
¿Qué bien cuidado lo tenéis?
-
Sí.
-
¿Y a los chicos les gusta venir?
-
Mucho, a los dos. Demasiado para mi gusto.
-
A ver si podemos venir en invierno un día,
aunque sea para ir y volver. Y si hay que pasar la noche, me quedo en casa de
mis primas.
-
Bueno. Aunque sólo vive Carmen.
-
(Dirigiéndose a mi padre) Un día vendremos en
invierno, aunque sea para pasar el día.
-
No sé María Pura, yo tampoco estoy para muchos
trotes.
A mi madre siempre le ha importado mucho lo que piensen los
demás.
-
Qué suerte tienen los vecinos, que se asoman y
lo ven todo verde.
-
Mamá, los vecinos me odian porque les he tapado
las vistas a mi culo cuando me baño en bolas. Están empeñados en que tale el
pino. El pino tiene más de cien años y ya estaba aquí mucho antes de que ellos
llegaran. Que hablen con el ayuntamiento.
-
Pues a lo mejor podrías talarlo un poco.
-
Que se talen ellos el micropene.
Escribo y habla. Escribo y habla. Escribo y habla. Escribo y
habla.
-
¿Vosotros en invierno venís mucho?
-
Siempre que podemos.
-
(A mi
padre) Vendremos, aunque sólo sea un día.
Jueves 11
Nietzsche dijo que la ebriedad es “el juego de la Naturaleza
con el hombre”. En un pasaje entre calles, cerca de aquí, hay un cartel que
dice: “Prohibido jugar”. Es lo más triste que he leído nunca.
Hace días que no veo ninguna cucaracha barata. A la última
que maté de un zapatillazo le desprendí el caparazón de la molla. En esto del
caparazón y la molla las cucarachas se parecen a los cangrejos. Yo atribuyo la
desaparición de las cucarachas a que me ha dado por escuchar a Schubert y estos
bichos son más de AC/DC. También puede que el cianuro haya ayudado en algo.
Anoche nos dimos una vuelta, a comprar la cena en el chino.
No nos apetecía cocinar y hemos pensado que mucha sal nos vendría bien. El
paseo estaba lleno de guiris y de nuevos ricos. Soy un poco racista y muy
clasista. No me gustan los tipos demasiado blancos ni los ricos de anteayer. A
los blancos, si los conozco, suelo aceptarlos. A los nuevos ricos ni por
hostias. Los nuevos ricos tienen un yatecito en el Club Náutico que tiene un
ancla que lo rompe todo, gastan camisa blanca de lino con bermudas, zapatos
mocasín y tirabuzones en el cogote. Y se perfuman como putos. Algunos son
notarios sin oposición y otros construyen adefesios. Es gente a la que le gusta
ver el mundo desde arriba. Yo soy más de a ras de suelo o de subsuelo.
En el chino nos atiende una niña de no más de ocho años. Hay
una belga antipática en la mesa de enfrente que pide palillos para hacerse la
chula. Decidimos volver por la parte sucia para evitar a la chusma. Pasamos por
los bajos del mercado que siempre huelen a pescado. Junto al mercado hay un
banquito donde se reúnen los yonkis. Esta noche sólo hay uno. Recoge colillas
pastueño, arrastrado, sin prisa. Mas, de pronto, se pone a correr como un
diablo loco. Se conoce que llegaba tarde a algún compromiso.
Me he rendido. Definitivamente, he repuesto mi antiguo
equipo de música. Pero, como no hay mal que por bien no venga, he descubierto
que ese sonido tan encantador y añejo de mis discos era debido a la de mierda
que tenía la aguja. Ahora suenan frescos, casi como nuevos.
Viernes 12
Hoy vienen Cris y Ramón. Llegarán, según me dicen, a mesa
puesta. Me han impuesto el menú y el punto de cocción y fritura de los
ingredientes. Estos dos son de morro fino. Pero ya te digo yo quién va a cocinar
el resto del fin de semana.
Llevo una hora y pico intentando vincular mi teléfono a este
ordenador. Me encabrono y lo intento tozudo una y otra vez, aun a sabiendas de
que no lo voy a conseguir. Soy muy tío para estas cosas y antes muerto que
pedir ayuda.
¡Hecho! ¡Conectado! El que la sigue, la consigue. No tenía
ninguna fe. No creo que pueda hacerlo de nuevo, porque ha sido de pura chiripa.
Voy a dejar el teléfono conectado al portátil lo que queda del verano. Así no
me la juego.
Sigo con la lectura del libro de Hockney, que alterno con
uno de ensayos de Antonio Escohotado y las primeras galeradas de “Psicosis” de
Alberto Adsuara, este último sorprendentemente ameno.
Hay quien pensará que me gustan las personas en la medida en
la que no me molestan. Tiene razón.
Cuando vamos al chino solemos pedir pollo con almendras. En
una ración para dos hay aproximadamente dos. Hace ocho años plantamos un
almendro. Me lo regaló Ana. Es el mejor regalo que me han hecho nunca. Está
lleno de almendras. Están tan buenas que me da pena comérmelas.
Sábado 13
Poniente. 40º. El mar tiene el color y la densidad del
mercurio.
Apenas he dormido. Cualquier mínimo movimiento supone un
esfuerzo titánico. Me he cortado las uñas de un pie. Las del otro las dejo para
más tarde. Quiero comprarme unas sandalias y me gustaría no asustar a la
dependienta de la zapatería. Las sandalias no me hacen falta, pero mañana me
invitan a comer y no puedo ir descalzo. A lo mejor, hasta me pongo
calzoncillos.
He de ir a Denia. Iré en tren hasta Gata y desde ahí en bus
a Denia. El problema es que hoy no ha pasado ni un solo tren. Estoy mosqueado. Me
hace ilusión este pequeño viaje. Me siento muy viril y aventurero viajando en
tren y autobús desde Altea a Denia. Espero que no me pique ninguna víbora.
Esta noche es el Castell de l’Olla. Es bonito. Lo disparan
desde el mar. Después, los restos de las carcasas flotan en el agua durante
meses. Cientos de personas arrasan las playas. Es el tipo de acontecimientos
que enriquecen al pueblo.
Ramón y yo hemos pensado en hipnotizar a nuestro amigo Tx y
casarlo de nuevo. Nos lo pasamos muy bien en su primera boda. Lo haremos en
connivencia con su mujer y sus hijos, que ahora hay que pedir permiso para
todo. Cuando Tx escuche la palabra “conquiología” entrará en trance y quedará a
nuestra merced. Es mejor buscar una palabra difícil, no vaya a ser que
cualquiera diga “pezón” y se nos desbarate el plan por hacer un mal chiste. Entonces,
casaremos a Tx con un pelirrojo belga (en connivencia, de nuevo, con el viejo pelirrojo belga, que como es actor se
humilla todo lo que haga falta), aunque es de broma y por las risas. También
hemos pensado que sería muy divertido que nos la chupase a todos en los
urinarios del salón de fiestas. Pagando él, claro. Y ya está, que hasta a mí me
cansa lo zafio y el mal retrogusto homófobo. Bueno, no.
Hace mucho calor. Muchísimo. El viento quema. Hoy no creo
que pudiera erectar ni halagado por una docena de bellas huríes. Bueno, puede
que no pudiera erectar en ningún caso, pero hoy menos que nunca. Hace mucho
calor y sopla un viento fortísimo que quema. Igual va y se les jode el castillo
de fuegos artificiales. Y la verdad es que me sabría mal. El calor me pocha.
Ramón se va mañana a entender el universo al cobijo de un
tipi. Hemos comentado que, a estas alturas, el chamán y el tipi deben andar
sobrevolando Madagascar.
La noche ha rolado en aires portuarios de borrachos tristes,
ecos roncos, elegantes descompases y rimmel desteñido. Vuelan hojas secas por
el pasillo que terminan flotando en la piscina. No creo que pueda dormir.
Domingo 14
En el apeadero, una
familia de italianos que sabían descifrar los arcanos de la web del trenet me
ha dicho que hoy de tren niente di piu. Así
que he vuelto a casa. Llevaba despierto desde las cinco y no ha pasado ninguno.
No sé qué me ha hecho pensar que cambiarían las circunstancias. Ramón se ha
ofrecido a llevarme a Denia y ahí me ha depositado, en el puerto. Qué bueno es.
Me he sentado en una terracita a esperar a Nacho y Alberto, que venían desde
Valencia. Así que ahí estaba yo, rumiando mi infortunio por no estar donde
quería -mi casa-, cuando, de repente, me he dado cuenta de que estaba de puta
madre, con un descafeinado del tiempo y una Perrier con hielo y limón, en un
lugar maravilloso. Sonaban de fondo las fanfarrias de la fiesta de Moros y
Cristianos y, por poco, se me cae una lagrimita. Tan poco nacionalista, tanto
odio a los paletos y luego resulta que soy más de pueblo que las alpargatas.
Café + Perrier 5€.
Nacho se ha comprado un bañador en un chino. Negro,
elegante. 5 €. También hemos concluido que no se puede confiar en los
comunistas hedonistas. Ni en los partidos liberales unipersonales.
Ya en casa de Fanny, Jose y Felicia hemos disfrutado de una
buena comida y de un extraño silencio, casi surreal. Me explico, nuestra
conversación ha sido muy agradable, pero a nuestro alrededor no se oía ni una
mosca. Estamos en Denia, en agosto, en una bonita urbanización, a la hora de
comer, junto a la piscina y el silencio estremece. Un par de jovenzuelos se han
bañado en la piscina sin chapotear. Otro tipo regordete leía tumbado en una
hamaca. Y ya está. Qué raro. Igual estábamos todos muertos.
Nacho no ha estrenado su bañador negro, elegante. 5€.
Lunes 15
Hay un incendio. La luz que se filtra a través del humo y
las cenizas es hermosa. No sé cómo hacer para que la cámara comprenda los
tonos. Pero claro, la cámara no me comprende por mucho que le insisto. La luz es
hermosa. Los incendios no lo son. A los incendiarios habría que quemarlos en la
plaza en horario infantil, de matiné, porque
resultaría un espectáculo muy edificante y aleccionador para la ciudadanía de
cualquier edad.
En el contenedor del vidrio hay un cartel adhesivo que
especifica que el horario de uso es de 8:00 a 23:00 horas. El ruido de las
botellas al caer sobre otras molesta a los vecinos. Sin embargo, el
ayuntamiento lo vacía a las tres de la madrugada con un estruendo infartante y sobrecogedor.
El horario de los servicios de limpieza públicos comienza a eso de la una y
termina cuando termina. A veces, se solapa con el del primer tren de la mañana,
que pasa por enfrente de mi casa a eso de las cinco y media. Entre estos
servicios hay que referir el de los camiones que limpian la aceras -primero
una, después la de enfrente- y el de desinfección de los contenedores por
chorreo de agua a presión, que amenizan con percusiones dodecafónicas las
noches estivales. De vez en cuando se une a la orquesta el macarra del tubarro.
Este descerebrado piensa que las motos corren más cuanto más ruido meten. Es de
agradecer que los chicos del botellón intenten aportar algo de ritmo
reguetonero entre tanta insensatez musical. Suena de base el “Chiquetere” de
Rafa Manuel Villalba. El graznido de las gaviotas no cesa. Las tórtolas se
apuntan al coro en cuanto despunta el primer rayo de sol. Las cigarras, minutos
más tarde. Si dejo abiertos balcones y ventanas no duermo. Si los cierro, me
frío de calor. Hay que ver qué problemas tenemos los opulentos.
Ana se va a la playa y me quedo solo. Bueno, con la perra
París, que se tumba a mi lado porque tiene calor y el suelo del comedor está
fresco. Me gusta mucho estar solo. Para mí no existe el término medio cuando me
quedo solo: o pienso demasiado o caigo en un letargo ensimismado, de tonto de
baba. Hoy voy a intentar empapar de baba cuanto cojín se me ponga a tiro, al
menos durante un rato. En ocasiones es muy conveniente el barbecho. Siempre he
pensado que la actividad es buena, sobre todo la mental, y que es necesario
ejercitarse a diario. Sin embargo, creo que la hiperactividad física es una
absoluta pérdida de tiempo. No parar, querer hacerlo todo, ir como puta por
rastrojo, com cagalló per sequia, vivir
cada día como si fuera el último es asunto de indigentes mentales, que si se
paran se asustan porque se dan cuentan de que, en realidad, nada de lo que
hacen le interesa a nadie. Buf. Me parece que esta filosofía de azucarillo está
agotando mis reservas neuronales. Y he de preservar mis neuronas para poder
sacrificarlas en el frente de batalla alcohólico. Voy a leer un poquito el
periódico de ayer y después igual me tumbo a ver un programa pixelado de
chatarreros. Aquí la tele sólo se ve pixelada, así que la vemos poco. Aunque
resulta entretenido rellenar los argumentos de las películas entre unos pocos
segundos nítidos y los siguientes.
Almuerzo galletas saladas, almendras, aceitunas amargas,
queso y un vasito de vino. En la radio, Puccini. Todo va demasiado bien. ¿Mira
que si el incendio llega hasta mi casa? Espero que venga por el flanco norte y
que el edificio de al lado me sirva de cortafuegos.
Las chanclas nuevas me han lacerado los empeines. No he
estrenado el bañador. No he ido al mar. Igual me acerco esta tarde.
Los talibán recobraron el poder en Afganistán hace un año.
Se trata de una gente honrada, sensible y afecta a sus tradiciones. Y, al
parecer, con un sentido del humor que te cruje la caja. Sus tradiciones, que no
se las toquen. Es su cultura y hay que respetarla. Por eso aplauden cuando
apuñalan en un escritor en un ojo y no somos quien para opinar sobre su manera
de ser. Yo, como soy de izquierdas, no puedo juzgar sus barbudos puntos de
vista. Ni mucho menos admirarles o imitarles, que eso es apropiación cultural.
Ahora, eso sí, yo pido el mismo respeto por mis costumbres, de manera que
cuidadito con cambiarme las fanfarrias de los Moros y Cristianos o la bocina de
los autos de choque, porque desenvaino y dejo un montón de barbudos tuertos por
el camino.
Adele y Nacho han estado un ratito por aquí. Nos hemos
bañado en la piscina y hemos salido a tomar un café mientras Ana descabezaba un
sueñecito. He estrenado el bañador. Adele y Nacho estuvieron en París y me han
traído una de esas horrendas postales que colecciono. Les he pedido que me
escribieran cualquier cosa y Nacho le ha dicho a Adele: “Dibújanos dando un
paseo por París”. Adele, confundida, pensaba
que se refería a Nacho y a mí y nos ha dibujado cogiditos de la mano,
indudablemente enamorados en la ciudad de las luces. Nacho se ha encargado de
rematar el dibujo con la Torre Eiffel de fondo para que no cupiera ninguna
duda.
Voy a regar y a dar de comer a Gata.
Las vacaciones se acaban.
Mozart, de Requiem en la radio durante la fregada de la
noche, horas después de haber escrito la línea anterior.
Sin Ana esta casa se vendría abajo. Mientras yo escucho
sinfonías, cago sin parar y cavilo majaderías, ella lo hace todo.
Martes 16
(Anoto para mí: Jose Fuster por la mañana y Mari por la tarde).
Escuché a un adolescente que le comentaba a su amigo que le
encantaría vivir en la Edad Media, entre dragones, gnomos, elfos, ogros y demás
criaturas que daba por ciertas. Su compañero le secundó entusiasmado: “Sí, sí.
Yo sería mago y caballero y me tiraría a una princesa bruja rubia y bellísima”.
Yo pensé que, en efecto, les vendría bien una temporadita en la Edad Media.
Desdentados y con bubones adelgazarían. Además, su tufo actual, acre, a
requesón avinagrado, los mimetizaría de inmediato. Aunque de lo de tirarse a la
princesa me da que pueden ir olvidándose. Yo, como mucho, los vi como bufones. O
decapitados. O presa de algún maleficio que los convirtiese en esfínteres
parlantes. ¡Ay la adolescencia! ¡Cómo no la echo de menos!
Me las prometía yo muy felices cuando, no bien terminada la
siesta, se plantan por tandas mis sobrinos, uno de ellos con su novia, y mi
hermana. Se acabó la lectura de Psicosis de Adsuara. Pero, a cambio, he
conocido a la novia de Eduardo y me ha parecido adorable. Y ninguno olía mal.
Miércoles 17
Las laceraciones en mis pies parecen estigmas. Y mis
zapatillas de ir por casa tienen más kilómetros que las sandalias del pescador.
Voy camino de la santidad, si no fuera por algunos pecadillos menores que no
cabe enumerar por falta de tiempo y de espacio.
No soy un fundamentalista de la paella. Cierto es que hay un
modo ortodoxo de cocinar la paella y otro, llamémoslo creativo, que los
puristas rechazan calificándolo despectivamente de “arroz con cosas”. Pero lo
que sí soy es un enamorado del arroz. A la hora de comer hemos encendido la
tele con la intención de conocer la evolución del incendio, que todavía tiñe el
amanecer de cobre. Y entonces han aparecido en un anuncio Carlos Arguiñano y
Carmen Machi perpetrando un atentado culinario sin precedentes. No puedo
describir la magnitud de la catástrofe sin que me sobrevenga el horror y la
nausea. Y es que una cosa es llamar paella a lo que en esencia no lo es y otra
maltratar la materia prima, el arroz en este caso. La situación es la
siguiente: la Machi chulea delante de sus amigas de lo bien que le sale el
arroz, “mejor que al Arguiñano”, dice. Y entonces -qué cosas- aparece el
Arguiñano. A partir de ahí no recuerdo con claridad lo que ocurre porque una
imagen horripilante me eriza el vello del cogote y ofusca mi mente. Y es que la
Machi, ni corta ni perezosa, vierte caldo frío de un brick en una paella en la que, por algún tipo de oscura perversión,
han amontonado toneladas de arroz apelmazado. Cuando hierva el caldo infamante del
brick, el arroz explotará como las
palomitas de maíz y rebosará la paella,
transformando la comida en un engrudo vomitivo. No entro a valorar el
hecho de que alguien utilice caldo de brick
para cocinar la paella (todos hemos trampeado en algún momento), pero lo que sí
que considero motivo de cárcel previa tortura es el hacer gachas con el arroz. El
resultado final -que muestran orgullosos sin ningún recato- aunque ajeno a
estas cocciones criminales no deja de ser incuestionablemente delictivo. Yo no
serviría un plato de “eso” a ningún ser humano, a no ser que fuera belga y
calzase sandalias con calcetines.
Jueves 18
Ha amanecido un día septembrino. No hace calor y corre una
brisa fresca. Lo que no corre es la conexión a internet a través del móvil.
También es verdad que la cobertura escasea y el pobre teléfono hace lo que
puede.
Creo que voy a enjaular a Hulk Hogan y a otros mitos del pressing catch en mi jaula nueva.
Pereza. No me he quitado el pantaloncito de pijama en todo
el día y ya son casi las siete de la tarde. El pantaloncito está empapado de
fluidos de diversa índole. Huelo a pañal de geriátrico. Si me clonasen a partir
de estos jugos saldría un doble muy poco atractivo.
He leído el texto de Alberto -irrefutable- y sigo con Hockney,
del que apenas me quedan cincuenta páginas.
Los fantasmas de esta casa son unos cachondos. De un tiempo
a esta parte les ha dado por replicar el sonido de los chorros de mis micciones
poco después de que yo los haya soltado. Lo hacen unas décimas de segundo
después de mí con la misma duración e intensidad. Pero anoche complicaron el
juego imitando mi respiración antes de
que yo inspire o exhale. De manera que yo escuchaba como alguien respiraba y
luego lo hacía yo. Para fastidiarles, he contenido la respiración, pero los muy
ladinos saben cuánto puedo aguantar y expiran justo un momento antes que yo. Ya
veremos qué se les ocurre hoy.
Le pregunté a Alberto que por qué sólo había fantasmas del
Medievo para acá y no, pongamos por caso, fantasmas de neandertales. “Obvio -me
contestó-, los fantasmas de los trogloditas están en las cuevas, y, ¿cuántas
veces has pasado tú la noche en una cueva?”.
Voy a regar con mi pantaloncito de pijama. Pereza.
Viernes 19
Hemos ido al mar temprano, antes de que haya demasiada gente
en la playa. Este mes no me había bañado en el mar, así que he estrenado mi
bañador. Aunque mi bañador parece descolorido por el sol. Lo venden así adrede
y a mí me gusta. También me gusta que la sal se seque sobre mi piel y apelmace
mi pelo. Cuando navegábamos podíamos tirarnos semanas enteras sin ducharnos con
agua dulce. No sé si será bueno para un hipertenso.
He releído un ensayo breve de Stefan Zweig titulado “El
misterio de la creación artística”. En realidad, se trata de una conferencia
con la que Zweig hizo bolos. En una carta a su primera esposa le cuenta que: “Ayer
di una conferencia en francés; en Buenos Aires (y otros lugares) tengo que dar
dos conferencias en español, una en inglés y otra en alemán”. ¡Qué tío! En la
conferencia cuenta cosas que uno da por sabidas pero que da gusto leer tan bien
escritas, con tanta elegancia y precisión.
La perra París está gorda. La han pesado antes de ponerle
una vacuna y de recortarle los espolones. No lo entendemos. Por aquí corre que
se las pela, persiguiendo cuanto bicho se le pone a tiro. Y, además, come de
dieta. Puede que sea cosa de la tiroides, nos dice Paco el veterinario. Pero no
tiene ninguno de los síntomas asociados al hipotiroidismo. Yo creo, más bien, que
es su constitución, que es recia y tiene muy grande la caja del cuerpo. También
puede que coma y beba a escondidas.
Cago y leo un extenso reportaje sobre la muerte de Ernesto
(sic) Hemingway en un Blanco y Negro de 1961. Está muy bien escrito. Entonces, los
periodistas escribían bastante bien. En el artículo se le llama trotamundos. Se
buscan explicaciones a lo que todavía no está del todo claro pero parece un
suicidio. Se dice que dijo: “Yo no moriré en España. España es un país para
vivir, no para morir”. La frase es tan tonta que o es apócrifa o la soltó
borracho, algo más que posible si atendemos a las fotografías que acompañan al
reportaje en las que se le ve libando sin moderación. DEP.
De aquí nada viene mi hija con dos amigas y un amigo.
Sábado 20
Diego, el espigado amigo de mi hija (1’95 o más), es vegano,
Es más difícil cocinar para Diego que para mi madre. Por lo demás, es un tipo
muy sensible que defiende -como yo- el hipnótico encanto de Benidorm. Una tarde
de agosto en Benidorm debería convalidar un año de cualquier carrera de
humanidades.
Me acabo de despertar de la siesta. Son casi las siete. He
merendado gazpacho. Me dormiría de nuevo, con ese tañer lejano de campanas. Si
tañen cerca es otra cosa. Si tañen cerca apetece atar el badajo del campanero
al de la campana.
Con la edad, algunos diseñadores se cansan del utilitarismo
de su trabajo y necesitan potenciar su vertiente más artística. Los que venían
de ahí, es decir, los que comenzaron como pintores, grabadores, escultores,
etc, redescubren el porqué derivaron hacia el diseño. Los que nunca hicieron
otra cosa más que diseñar se dan cuenta de que ser artista a secas no es tan
fácil. No deberían preocuparse tanto: un diseño útil y bello es Arte.
Me enervan esas personas que se dan importancia bajo una pátina
de falsa humildad. Sobre todo los donnadies. Ayer por la noche entrevistaron en
la tele 2 a Amancio Prada, un tipo que
dijo ser cantor y/o trovador. Este pelanas, que quizá tuvo cierta repercusión
casposa en los tiempos de la chaqueta de pana, gesticulaba ampuloso en un
intento estúpido de disimular su vacío intelectual, del que, tristemente, no parecía
consciente. Más bien al contrario, el tipo se mostraba condescendiente con
todos aquellos proletarios, tan cercanos a su patata sensible, que no habían
tenido la suerte de nacer con su talento. Un talento que, reconocía, le
permitía vivir con lo justo. Pero, claro está, él nunca pretendió enriquecerse
con su arte sino reclamar a través de la poesía de otros la justicia en el
mundo. ¡Ay! De verdad. Es que me sabe mal, porque creo comprender las buenas
intenciones de estos trovadores, pero se pierden cuando se ponen mesiánicos, salvadores
de la clase trabajadora, y siempre a través de las palabras de Lorca o de
Rosalía. Y es que estos tipos cuando escriben dan un poquito de vergüenza
ajena. Sus versos me recuerdan a los del humorista Juan Carlos Ortega cuando
compone canciones comprometidas por las risas. Por no hablar de sus musiquitas
romanceras, capaces de noquear a la mismísima mosca tse-tse. Hasta me dio pena,
el pobre, porque cuando le hacían una pregunta supuestamente profunda se
trabucaba y no daba pie con bola. Pero, insisto, el problema no es tanto las
pocas luces de estos personajillos como su soberbia encubierta de bonhomía. Si
por lo menos tuvieran talento… como Antonio López, que va de atarse los
pantalones con cuerda de palomar y está forrado, pero es un pintor grandioso.
En la playa hay piedras talladas con líneas de agujeritos que
ocultan mensajes del mar profundo. Olé. Yo sí que soy un poeta, y no esos
progres trasnochados.
Domingo 21
Ayer fuimos a alquilar unas pizzas. No me apetecía hacer la
cena. De camino a la pizzería nos encontramos un móvil en un banquito. Un chico,
que se estaba tomando algo en la terraza de un bar, nos comentó que poco antes
se habían sentado ahí unas chicas. Llevaban muletas, precisó. Un par de
manzanas más allá las vimos. Efectivamente, una llevaba muletas. La otra sólo
tenía vendada una pierna. Se las veía alteradas. Me acerqué y les dije que no
se preocuparan, que su móvil estaba en el bar de al lado del banquito. La
vendada echó a correr como alma que lleva el diablo. Ni dio las gracias, tal
era su urgencia por recuperar el móvil. Entre tanto, Ana y yo encargamos las
pizzas (una, vegana) y nos pedimos un vinito blanco para refrescar la espera.
La de las muletas, cerca de nosotros, tampoco nos dio las gracias. De hecho, se
alejó pasito a pasito a reencontrase con la vendada. La vendada y la de las
muletas se abrazaron en la esquina. Es como si hubieran recuperado un rubí del
tamaño de un huevo de avestruz. Y volvieron a pasar a un palmo de donde nos
tomábamos lo vinos y, una vez más, pasaron olímpicamente de darnos las gracias.
Será cosa del sistema educativo y de la sociedad, que las ha hecho así. O,
quizá, de que les rehusaron la imprescindible hostia a tiempo, que es mano de
santo.
El otro día compré una pequeña cerámica con un cuatro. El
cartero se confunde a veces porque a la urba que consumaron aquí al lado le
pusieron el nombre de mi casa, sin permiso y por rizar el rizo de la hijaputez.
Así que pensé que estaría bien ponerlo junto al buzón. Pero hoy he pensado que
lo voy a pegar dentro del buzón. Con esto no resuelvo nada, pero me parece uno
de esos actos gratuitos que tanto me gustan. Y, además, no deja de ser una
metáfora de lo que busco aquí: que no me den la murga. No tengo ni timbre
y no descarto la idea de electrificar la
valla. Pediré presupuesto.
Al anochecer me voy a un concierto de música clásica. Es en
una casa bonita, con vistas a la bahía. Entre pieza y pieza, salen rapsodas que
recitan sus versos. Y después te dan vinitos y un piscolabis, así que llegaré a
casa cenado. Ya veremos.
Lunes 22
El concierto fue precioso. Los músicos, un guitarrista y un violinista, excelentes. Unos
virtuosos. El entorno es fantástico. Y el programa muy asequible, adecuado a
públicos poco avezados como yo. Las salamanquesas trabajaban a destajo, pero,
aún así, el guitarrista espantaba de su nuca a los mosquitos y las mariposas
nocturnas y seguía veloz con la música. Al violinista no le hizo falta porque
se agitaba como un bailarín de hula-hop. Ya estuve en uno de estos conciertos
hace unos años, pero no recordaba el aspecto del público, más allá de que había
una mayoría de mujeres de cierta edad. Le pregunté a mi tío, que fue quien me
invitó, si era necesario que mejorase mi ya de por sí imponente aspecto. Me
dijo que no me preocupase, que el ambiente era del todo informal. Como si iba
desnudo, me dijo. Así que allí me planté con mis mejores galas, a saber:
camiseta ala de mosca, pantalón corto quemado por la plancha y mis fantásticas
chanclas lacerantes. Y va y me encuentro con un montón de damas y caballeros
elegantísimos que olían como deben hacerlo los ángeles del cielo. Al menos, pude
disimular mi falta de glamur con mi insultante juventud. Da gusto ser el
yogurín de la fiesta. Eso sí, el piscolabis dejó bastante que desear: los
ganchitos anidaban en las muelas y las patatas fritas en vez de crujir se
plegaban. Por lo demás, mi tío pasó revista al lado lejano de la familia, que
tengo muy perdido. Y casi mejor que no lo hubiera hecho, porque el que no
duerme debajo de un puente se muere de algún cáncer o vegeta en un manicomio.
Hoy no he pegado ni chapa. Ana se ha ido. Apenas llevaba
unas horas solo y ya estornudaba fortísimo. Tanto, que me he hecho daño en el
tórax. Y me he tragado todos los programas de subastas y asesinatos que he
encontrado en la tele. Pixelados, como siempre.
Ayer vi a Erizo y hoy a Ardilla. Más tarde, daré de comer a
Gata. Esto parece el Arca de Noé.
A Mercadona.
La única solución es la belleza.
Martes 23
Hoy no he provocado al día, así que no me ha hecho nada.
Llevo dos días sin hacer nada útil, si exceptuamos el masaje escrotal que
siempre aprovecha. Me siento culpable. Busco en las estanterías “El derecho a
la pereza” de Paul Lafargue para quitarme ese peso de encima y, de entrada, me
encuentro con la cita que abre el ensayo:
“Seamos perezosos en
todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos” (Lessing)
Lafargue fue un tipo muy peculiar. En la edición que yo
tengo hay un extenso estudio preliminar sobre su vida y su obra. Lafargue fue excepcional
hasta para morir. Paul y su esposa Laura, hija de Karl Marx, pactaron
suicidarse antes de cumplir los setenta. Voy a copiar la descripción que hace
J.J. Morato, autor de un artículo de 1972 citado en el prólogo del libro:
“Paul y Laura Lafargue
tenían resuelto no llegar a la edad en que el individuo es una carga para todos
los que le rodean, y fijaron en sesenta y nueve años el límite de su vida. Todo
lo prepararon para la distribución de sus bienes -como hija de Marx, Laura
heredó parte de la fortuna de Engels-, cuidándose de la suerte de su doméstica
y del jardinero, y hasta del perro Nino. Querían que su separación de la vida
causara la menor cantidad posible de enojos. Y un domingo de noviembre de 1911,
después de haber pasado la tarde en un cine de París y de haberse regalado con
unos pasteles, volvieron a su casa semicampestre de Draveil y se acostaron para
no amanecer…”.
Así lo cuenta Morato, aunque, por lo visto, se equivocó de
día y no fue el domingo, sino el sábado, cuando se regalaron los pasteles.
Ha venido Roberto a podar con la sierra mecánica y a soplar
y amontonar los restos con esa máquina infernal que te taladra el hipocampo. Es
necesario para que el jardín esté limpio y tan vivo. Ni un día de calma
completa. Y lo que pasa después es que tengo sueños recurrentes en los que se
me llena la casa de gente sobre un telón de fondo de tragedias sinfín como
inundaciones, terremotos o huracanes. Hoy, sin ir más lejos y dando un giro
argumental a la saga -que ya debe contar los mil y pico capítulos- mi casa era
el nido de una invasión alienígena. Mis invitados, que como siempre se contaban
por docenas, pasaban olímpicamente de ayudarme a desalojarlos. En realidad, los
extraterrestres eran muy sucios y molestos, pero poco agresivos. No se les veía
más que algo parecido a unos tentáculos verdes sin ventosas, de diferentes
diámetros, que parecían mangueras muy flexibles, resbaladizas y carnosas. Desde
el nido que, cómo no, estaba sobre la puerta de mi dormitorio, planeaban la
invasión del planeta. Pero, eso sí, sin matar a nadie. Se limitaban a enredarse
alrededor de nuestras piernas haciéndonos tropezar constantemente y no
dejándonos trabajar. Nunca se les veía el cuerpo, si es que tenían alguno,
porque permanecían ocultos en el nido. Yo sugería practicar un agujero con la
broca en el falso techo donde se ocultaban y darles bien de flit. Pero nadie
parecía interesado en echarme una mano. Encima, los marcianos eran unos
marranos que comían todo tipo de plásticos y los cagaban después derretidos,
dejándome la casa hecha unos zorros. Les gustaban especialmente las muñecas
Barbie y los pañales de talla grande. Me he despertado muy sobresaltado y
taquicárdico cuando ha pasado el tren de las cinco y veinticinco. Yo creo que
he visto demasiado cine de serie B.
Dicho esto, ya referiré estos días la de gente que se me
viene encima.
Hablando de cine de serie B. Nunca he sido antiyanqui
-tampoco es que haya estado a favor, porque no los conozco a todos- pero les
debo y agradezco la absoluta licuefacción de mi cerebro gracias a todas esas
películas infectas que he consumido con gula. Así nos colonizaron. Ya se lo
veía venir Julio Camba en un librito estupendo de 1932 que voy releyendo a
cagadas en el baño:
“Los Estados Unidos
tienen un poder de expansión enorme, y poco a poco, no sólo Hispanoamérica, el
mundo entero caerá bajo su influencia. Para una civilización como ésta, de
carácter exclusivamente mecánico, no hay límites posibles. Los sabios alemanes
montan en bicicleta, los negro de Tombuctú montan en bicicleta, y llegará un
día en el que, por virtud de la bicicleta, o de la radio, o del cerebro
automático, o de cualquier otra máquina, estaremos americanizados todos:
hombres, monos y loros, blancos y negros, humanos y cuadrumanos…”.
Ahora, lo que no comprendo es lo de la facilidad que tienen
en EEUU para comprar un arma, no tanto porque piense que son herramientas
letales -que lo son- como por el uso mentecato que se hace de ellas. Yo, si
tuviera una pipa, sé que acabaría por usarla. Y hasta puede que fuera contra
mí, por no hacer daño a nadie.
Miércoles 24
Tercer día consecutivo de letargo.
He terminado “Una historia de las imágenes”, el libro de
Hockney y Gayford. Creo que es un libro imprescindible para quien quiera
iniciarse en los fundamentos de la cultura visual. Además, es un libro muy bien
editado, muy bonito. El que se reproduzcan casi todas las imágenes a las que se
refieren los autores a lo largo de su charla, hace que sea muy didáctico y que
se lea de un tirón. Hacia el final hablan un par de veces de “La torre de
Babel”, de Peter Bruegel el Viejo. Es un óleo sobre tabla que Bruegel pintó en
1563, cuatro siglos antes de que yo naciera. Es un cuadro fascinante, lleno de
historias por todas partes. Siempre me ha encantado. A mí me gusta que los
cuadros me cuenten historias. He buscado una lupa para mirarlo con detalle,
pero ni el tamaño de la imagen ni mi cegarrutez me lo han permitido. Hockney
tuvo en su estudio una reproducción fotográfica de tres metros y medio de alto.
Buscaré en internet una imagen con buena definición y lo estudiaré con calma. El
cuadro mide 114 X 154, un tamaño relativamente pequeño para un cuadro que
contiene tantísima información con un acabado muy minucioso. El cuadro está en
Viena. Yo no viajo porque estoy muy arraigado. Y, por lo que sea -de verdad que
no lo sé-, Viena no sería mi primer destino si tuviera que desarraigarme. Pero,
buf, me está apeteciendo horrores ver ese cuadro. Buf. Con un poco de suerte,
lo sacan de gira y pasa por España.
Mañana viene Alberto. Voy a trabajar un rato en el jardín,
para que se lo encuentre tan decadente como me sea posible, como a él le gusta.
Jueves 25
Hoy ha venido Alberto. Venía desde Valencia. Cuando ha
llegado a Altea, yo todavía peleaba contra el insomnio. Llevo una mala racha. Alberto
controla los bares que abren al amanecer y que tienen un buen aire acondicionado.
Siempre me espera en uno de ellos, pero hoy ha preferido acudir a casa. Se ve
que con las nuevas medidas energéticas el aire acondicionado no estaba a la
temperatura adecuada. Para que el aire acondicionado esté al gusto de Alberto
ha de haber pingüinos entumecidos en el suelo del local. Después de un largo
baño, algo arrugados, hemos decidido ir al Rastro X, uno de esos lugares de
ensueño de los que no conviene hablar demasiado, no vaya a ser que se llenen de
gente limpia y pierdan su incomparable decrepitud. Los jueves, el Rastro X no
está tan animado como los fines de semana. Aún así, el lumpen y todo tipo de
personajes extravagantes crean un ambiente muy tranquilo y relajado. Alberto y
yo convenimos que este lugar tiene un safari fotográfico de primera. Hemos
visitado el tenderete de nuestro chamarilero favorito. El puesto está tan
abigarrado que es imposible acceder a él, de manera que no se pueden vender los
objetos que no estén a tiro de la envergadura del comprador. De hecho, durante
un tiempo pensé que el chamarilero había muerto sepultado por su chatarra. Pero
no, ahí estaba hoy. Esparcía con desgana el polvo de la primera fila de los
trastos. Nunca le he comprado nada porque los objetos de interés son
inaccesibles. Paella’s Thursday en el
Rastro X. Ración de paella por un euro. Nos hemos abstenido, pero no de la
cervecita, amenizada por un guitarrista de poca voz.
Ya en Altea, bañito y cocina. De fondo oímos el programa de
jazz de Radio Clásica. Resulta que Alberto lleva años escuchándolo. Yo me he
enganchado este verano, casi tanto al locutor como a la música. Resulta que el
locutor es ese al que Alberto escribe de vez en cuando. A partir de esta
circunstancia, nos enredamos en una charla que salta de lo poco valorado que
está Duke Ellington como pianista hasta el sombrero de Joseph Beuys. Nos
ponemos así de importantes cuando abrimos una botella de vino blanco. También
intentamos resolver un par de temas de trabajo. Estamos tan a gusto que se nos
pasa la hora y comemos tarde. Después, siestón. Entro en coma. Cuando me
despierto me encuentro a Alberto en la piscina. Me uno a él. Muuuucha calma, que rematamos con
un vinito en el bar de los rumanos. Y a las diez y pico nos decimos adiós con
la manita. Un día estupendo.
Alberto me ha traído uno de los primeros ejemplares de
“Desmemoria”, el primer libro de la Editorial Nostromo. Hasta ahora, sólo
habíamos editado las revistas que, por otra parte, son libros por su tamaño y
lo cuidado de su edición. “Desmemoria” es un libro precioso. Se lo enseñaré
mañana a Ramón. Sé que le va a encantar.
Viernes 26
Esta tarde vienen Ana, Cris y Ramón. Ramón y yo nos
conocimos a los seis años. Nuestras madres nos bañaban juntos. A él le ha
crecido la pilila.
Hoy creo que no voy a escribir más, a no ser que ocurra algo
excepcional como el Apocalipsis o algo similar.
Sábado 27
Ramón y Cris se han ido de paseo y Ana a la playa. Aprovecho
para contestar correos y escribir un par de cosas. Mi prima Cristina, su
marido, mi sobrino y su novia llegarán sobre las cinco. Mi sobrino es músico y
actúa esta noche aquí, en Altea. El concierto empieza a las 12 de la noche. A
esas horas suelo estar en mi primer sueño, que siempre es el último. Y mañana
voy a Valencia para regresar por la noche. Preveo paliza. Ya no estoy para
estos trotes.
Alberto escribió ayer a Luis Martín, el locutor de Sólo Jazz
de Radio Clásica.
“Querido Luis, ayer fui a visitar a
un buen amigo a su casa de la costa. Cuando se acercaba la hora del aperitivo,
que jamás perdonamos, me preguntó si conocía a un tal Luis Martín que hacía un
programa de Jazz en Radio Clásica. Él ya presuponía que le iba a decir que
sí, en realidad era la suya una pregunta casi retórica. Mi amigo Antonio te
había descubierto hace un mes y estaba abducido por tu programa hasta el punto
de cambiar sus horarios cotidianos. Claro, mis comentarios no hicieron más que
enardecer la conversación, pues mis conocimientos sobre tu programa son... cómo
llamarlos, exhaustivos (porque te tengo controlado tanto en los directos como
en los podcasts). El caso es que allí estábamos ayer escuchando tu programa sobre
Ray Charles. Mi amigo, que es un fino analista, se dio cuenta en pocos días de
cuál es tu posición con respecto a la corrección política y le gustó mucho
(sobriedad, contención y sensatez), más allá de lo verdaderamente importante:
la forma de expresar tus conocimientos siempre tan bien hilados. Bueno, el caso
es que estuvimos hablando de ti y tu programa todo el día de ayer. Me destacó
el programa que hiciste sobre el Duke Ellington pianista sabiendo que yo era un
súperfan del músico y que tenía una barbaridad de discos de él. También le
hablé de las cosas que nos separan a ti y a mí, ya que yo soy muy poco
ecléctico en mis gustos, que son amplios pero restringidos valga la paradoja. Y
a ti te gustan prácticamente todas las figuras que por sus indiscutibles
méritos han alcanzado el éxito (ya sé que no todos ni todos igual pero a
ti te gustan muchos más "estilos" que a mí).
En fin, que ocupaste una buena parte de
nuestras conversaciones de ayer y nos lo pasamos muy bien. Ya tienes otro fiel
seguidor. Por cierto, el programa de ayer lo oímos desde la piscina y con un
martini (blanco, seco y con olivas) en la mano.
Fantástico... y enhorabuena una vez más
Alberto”.
Diez minutos después, Luis le contestó:
“Envidiable
forma de escuchar música, programas... vivir, en fin, Alberto. Con un martini
seco al borde de la piscina. Muchas gracias por los elogios. Me
ruborizan. Menos mal que tengo uno de esos escudos invisibles, de esos que
llaman anticomplacencia, ya sabes...
La complacencia es
enemiga de la autoexigencia. Con la complacencia uno acaba viendo,
únicamente, su propio centro. Yo llevo toda mi vida descubriendo centros que no
están en mí, intentando respirar a través de otras pieles. En posible que otros
lleguen al mismo punto, partiendo de otros lugares. En mi caso es imposible
hacer algo así sin exigirme siempre algo más. Es una lata, ya lo sé, pero estoy
hecho así. Y soy consciente de que puede parecer que mi vida la rige uno de
esos principios judeocatólicos, pero no es cierto. Transcurren los años y sigo
sin fichar por ninguna multinacional del espíritu. Es, simplemente, mi forma de
entender la vida.
Naturalmente,
valoro los elogios. Naturalmente me agradan y los agradezco. Sin embargo, si un
día acabase creyendo que me los merezco, caería en la complacencia. Todo
lo que digo y hago está teñido por esta filosofía de vida, que, por cierto, no
está reñida con la envidia que me provoca vuestra estampa en la piscina.
Recibe un
abrazo, Alberto. Y hazlo, por favor, extensible a tu amigo también.
Luis”.
¡Qué tipo tan
estupendo!
Me despierto
cada vez que me muevo. Paso las noches de vigilia con breves intermedios de
sueño. Me sabe mal por Ana. Tampoco ella puede dormir. Y, para colmo, sigo con
las pesadillas. No son pesadillas terroríficas, pero sí muy inquietantes. Esta
noche, por ejemplo, he tenido un microsueño en el que trabajaba en una academia
de dibujo. En la entrada había un rótulo muy grande de cinc, con un retrato a
punta seca de mi hermano cuando tenía unos doce años y, junto a él, el nombre
de la academia: “Academia Dibuja Mal”. ¡Chúpate esa Freud!
Domingo 28
Viaje de ida
y vuelta a Valencia para pasar el día con mis padres. A la ida con Ramón, Ana,
Cris y París. De vuelta, ya de noche, con Ramón y París.
Hemos cenado
sobras al microondas. Estábamos cansados. Yo estoy pagando la resaca de los
bailes de la madrugada del sábado. Mañana hablaré de ello. No tendría que haber
provocado a la ciática, que parecía haberme abandonado pero sólo estaba
escondida, al acecho, la muy ladina.
Lunes 29
No sé por
dónde anda Ramón. Eso es lo mejor de Ramón, que a veces desaparece. Esta tarde
nos acercaremos a Sant Lluís. Quiero que Ramón sienta el prodigio de viajar en
el tiempo. La noche del sábado viajé a mi infancia. A la ermita se sube por un
camino de tierra. Los caminos que la circundan también lo son porque así lo han
querido los vecinos. La prefieren al asfalto, aunque sus casas se llenen de
polvo cuando sopla el viento o todo se embarre cuando llueve. La ermita es muy
pequeña. Más tarde, en un descanso de los músicos, pudimos visitarla porque
Pere, el Clavari Major, algo aturdido después de una semana de fiesta, nos
abrió las puertas. Fue un privilegio que le agradezco en el alma. Los niños
tiraban petardos junto a la fachada. Los adolescentes veían de comerse una
rosca, algo que yo, viajero en el tiempo, sabía por experiencia que no iba a
ocurrir. Animalitos. Unas horas antes, los festeros más jóvenes habían paseado
y plantado l’arbret. L’arbret está adornado con sus camisetas. Y de arbolito no
tiene nada, porque yo le calculé sus buenos cinco metros de altura. Después del
esfuerzo merendaron coca a la llumá y vino. En casa, en ese mismo momento, caía
la tarde con una luz ámbar filtrada a través de la calima. Desde la ermita se
ve al fondo el pueblo iluminado. Se intuye la línea negra del mar. Intentan
invitarme a las copas, pero yo declino y, cuando no miran, las pago. Las
máquinas del tiempo tienen componentes oníricos que deben costar un riñón y
habrá que colaborar para que no se deterioren. Una chica me da el pésame -a
grito pelado, por encima de la música y los petardos- por lo que hicieron con
mi casa. Le digo que es muy joven y que no tiene ninguna culpa. Además, añado,
no guardo ningún rencor. Mi casa es el paraíso. Me contesta que para ella Sant
Lluís también lo es y que hará todo lo posible para preservarlo. Después me
entero de que trabaja en el ayuntamiento. ¿Habrá esperanza? Sant Lluís, irreductible
aldea alteana… ¡Ferpectamente! El grupo da caña. Pasan las horas y los
festeros, lejos de aquietarse, se agitan espasmódicamente. Yo, sin embargo, voy
entrando en un sopor muy agradable, casi un duermevela, fruto del sueño y el
vino de la cena. Todo parece coreografiado: la pequeña ermita, las casitas
encaladas, las bombillas y las banderitas de papel, el mediterráneo de fondo,
la música y el baile. Manel parece percatarse. Manel toca cuatro o cinco
instrumentos de diversa índole, y de vez en cuando se toma un respiro. En uno
de ellos, baja del escenario y nos comenta que va a tocar un par de temas con la
dolçaina y que después nos larguemos, que no parece que vayan a parar hasta el
amanecer. Pienso en los pocos vecinos que, como es normal, forman parte de la fiesta.
Aun así, los imagino pidiendo asilo en casa de algún familiar o alquilando una
habitación para descabezar un sueñecito. Así que regresamos a casa a eso de las
tres. Sigue subiendo gente a la ermita, atraídos por la música y las luces. Me
acuesto agotado. Pero, por extraño que parezca, no me duermo. Acostarme feliz,
lejos de relajarme, me excita. Ya estoy deseando que llegue el próximo Sant
Lluís y que todo siga igual. Se lo pediré a los Reyes Magos.
Prima
Cristina, Manolo, tremendo músico Manel, Lucía… gracias por el embutido y por
el vino. Tiene delito que tengáis que venir de La Font para que descubra mi
propio pueblo. Y gracias, sobre todo, por decirme que la casa huele igual que
veinte años atrás, porque de eso se trata. El resto no hace falta que os lo
cuente por escrito, porque ya lo sabéis. El próximo Sant Lluís, más.
No ha llovido
ni un solo día desde que llegué. Tendré que regar de nuevo. Mañana sin falta.
Martes 30
Esta mañana ha
tronado y ha llovido un poco. Muy poco. Lo justo para que retirásemos las
hamacas a toda prisa y parase de golpe. Tendré que regar de todos modos.
Nos hemos
acercado al mar. Ramón quería estrenar sus gafas de buceo y yo pegarme un baño
y leer un rato. Nos hemos pertrechado meticulosamente con todo lo necesario y
hemos salido contentos. A mitad camino, Ramón se ha dado cuenta de que se había
dejado las gafas de bucear en casa. Yo me he dejado el libro. El mar estaba
limpio y en calma. El agua, demasiado caliente para nuestro gusto. En la playa
había una mujer debajo de una sombrilla y nadie más.
Ya en casa,
he duchado a París y Ramón ha hecho la compra.
Ayer por la
tarde paseamos hasta Sant Lluís. Berlanguiano y evocador. Los niños y las niñas
jugaban a tirar de la cuerda. Los abuelos seguían la competición sentados en
sillas plegables. Había varios tontos. Pere sobrevive porque es hiperactivo o
porque es mutante. Después, organizaron un concurso que consistía en colgar
unas cintas con arandelas de un alambre atado entre el tronco del arbret y la
barandilla de la antigua escuela. Las cintas quedan a cierta altura. Entonces,
los chicos conducen sus motos con la novia de rodillas en la parte trasera del
asiento. Las chicas han de desenganchar las cintas del alambre tirando de la
arandela con un lápiz. No es sencillo, porque el conductor no puede poner los
pies en tierra en ningún caso. No sé qué premio tenía el concurso, porque
anochecía y nos vinimos de vuelta. Por el camino vimos cabras y murciélagos.
Olía a dompedros, adelfas, higuera, algarrobas, jazmines y hierba seca.
Cantaban los grillos. Casi lloro. Si sobrevivo, tardaré un año en volver.
Por la noche
vimos en la tele “Cuando ruge la marabunta”. Una jartá de reír. Más allá de la
tensión sexual entre Charlton Heston, muy macho pero eyaculador precoz, y
Eleanor Parker, mujer iniciada en las artes amatorias -“un piano suena mejor
cuando ya ha sido tocado”, dice ella-, lo divertido de la peli es que
contrataron como nativos a tipos de muy diversas etnias, desde mexicanos a
polinesios. Además de algún blanco mal maquillado. Basta con ponerles la misma
patética peluca con una cinta para que no se les caiga y a correr, suponemos
que pensaron. En un momento dado aparece un calvo con pinta de faquir al que,
sin duda, se les olvidó ponerle la peluca aunque, curiosamente, no la cinta. Y
en un plano hay otro nativo de dos colores, porque se les pasó pintarle las
piernas. También hay uno de color morado, debido quizá a una reacción alérgica
al maquillaje. En fin, qué buen rato. Hasta que empezó un docu sobre Asunción
Balaguer, la viuda de Paco Rabal, que nos cortó el rollo.
Hoy viene
Juanvi. A ver si cierro la presentación de “Sinvivir” en Altea.
Miércoles 31
Mucho viento
y algo de lluvia esta madrugada.
1-
Yo quiero
vivir aquí.
2- Yo quiero vivir aquí.
3- Yo quiero vivir aquí.
4- Yo quiero vivir aquí.
5- Yo quiero vivir aquí.
6- Yo quiero vivir aquí.
7- Yo quiero vivir aquí.
8- Yo quiero vivir aquí.
9- Yo quiero vivir aquí.
10- Yo quiero vivir aquí.
Fin